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Báez: “No nos resignemos a vivir con miedo”

Homilía completa

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy iniciamos el tiempo de adviento. Un tiempo para serenarnos y recuperar fuerzas, confiar en la presencia cercana del Señor y disponernos a caminar con mayor esperanza. La palabra “adviento”, que viene del latín adventus, se puede traducir como presencia, llegada, venida. Esta palabra expresa nuestra fe en Jesús, quien ha venido a nosotros naciendo de la Virgen María y que vendrá también un día al final de la historia para instaurar el reino de Dios y crear un mundo nuevo.

El libro del Apocalipsis a Dios lo llama “el Dios que era y que viene” (Ap 1,4.9). El Dios que viene siempre a nosotros. El Evangelio de hoy dice que la vida es como una larga noche, mencionando incluso las distintas etapas de la noche: “el atardecer, la medianoche, el cantar de los gallos, la madrugada” (Mc 13,35). En medio de la oscuridad, el tedio y la incertidumbre de la noche de la vida el Señor siempre viene a nosotros. Vendrá un día al final de la historia, pero está viniendo ya desde ahora en las noches de la vida. Viene con amor de Padre para cuidarnos, viene como amigo que nos ama y comprende, viene como madre que nos consuela con ternura. Nunca nos deja solos.

El tiempo del adviento que hoy iniciamos nos recuerda que ha terminado el tiempo de la búsqueda de Dios y ha comenzado el tiempo de la acogida de Dios. No hay que subir al cielo a buscar a Dios, él baja siempre y solo hay que esperarlo y recibirlo. Es lo que Jesús nos enseña con la parábola de hoy cuando nos habla de un hombre que se fue de viaje y dejó su casa a sus siervos, distribuyéndoles sus tareas y ordenando al portero que vigilara (Mc 13,34). Mientras aquel hombre tarda en volver, sus servidores deben esperarlo sin dormirse, ilusionados por el regreso de su señor, sin miedo y llenos de alegría pensando en el día en que volverá.

En este tiempo de espera del Señor hay que ensanchar el corazón con la oración. Por eso hemos escuchado hoy como primera lectura una de las más estupendas y conmovedoras oraciones de la Biblia, que se encuentra en los últimos capítulos del libro del profeta Isaías (cf. Is 63,16-17.19; 64,1-7). Esta oración puede guiarnos en nuestra espera del Señor y nutrir en nosotros la actitud espiritual para salir a su encuentro. En esta oración, un profeta ora en nombre de todo el pueblo en un momento difícil y oscuro de su historia, cuando habían vuelto del exilio en Babilonia y se disponían a reconstruir el país.

La oración no inicia pidiendo nada. Comienza con una confesión de fe que debería ser siempre el inicio de nuestra oración: “¡Señor, tú eres nuestro Padre!” (Is 63,16). Dios es nuestro Padre. En él podemos confiar sin reservas, mirarlo e invocarlo sin miedo. Nuestro Padre Dios es el puerto para hacer descansar nuestras fatigas, sintiéndonos cuidados y perdonados por él. Jesús nos habló continuamente de Dios como un Padre que nos ama, nos cuida y “sabe lo que necesitamos” antes de pedírselo (cf. Mt 6,32).

A continuación, el profeta le pide al Señor que no se quede lejos, que baje de las alturas y se haga presente en medio del pueblo, diciendo: “¡Ojalá rasgaras el cielo y descendieras!” (Is 63,19). La voz del profeta es como un eco del deseo de todo el universo que espera a Dios. El cielo es como un vientre que está por dar a luz una vida más grande y más plena. No somos nosotros los que tenemos que escalar hasta el cielo, sino que es Dios quien desciende a nosotros. A Dios no lo merecemos, solo tenemos que acogerlo. A Dios no se le conquista, se le espera.

Además del deseo ferviente y la espera amorosa del Dios que viene, Jesús nos recomienda: “Velen y estén preparados”, es decir, vivan atentos y despiertos (Mc 13,33.35.37). No quiere que vivamos dormidos en la indiferencia, la insensatez o la mediocridad. No quiere que nos dejemos dominar por el pesimismo, el miedo o la desilusión. El futuro puede parecer oscuro, las tareas que tenemos por delante pueden ser inmensas, pero el Señor está con nosotros para indicarnos el camino, darnos ánimo en los momentos duros y preservarnos de todo mal.

Mientras esperamos su venida, Jesús nos pide “velar y estar preparados”, es decir, vivir despiertos, atentos y sin distraernos. Debemos despertar ante todo nuestra fe. Busquemos a Dios en la oración y en la vida y aprendamos a acogerlo en los acontecimientos de cada día. Despertemos y estemos atentos a nuestro corazón para no dejarnos arrastrar por la tristeza, agobiar por los problemas o hundirnos ante los fracasos. Vivamos atentos a que no se apague en nosotros el gusto por la vida y el deseo de lo bueno. No descuidemos la ternura y la bondad, no dejemos de sonreír. Estemos atentos a los problemas que padecen los demás, suframos con quien sufre y ayudemos como podamos al que nos necesita.

Mientras esperamos la venida de Jesús, vivamos despiertos y atentos también a lo que ocurre en la sociedad. Vivamos atentos para no ser engañados por las mentiras de los poderosos. Que sus discursos altaneros y sus amenazas no nos atemoricen ni nos hagan creer que los esfuerzos por transformar la sociedad son inútiles. No nos dejemos arrastrar por la indiferencia, no nos resignemos a vivir con miedo, ni nos acostumbremos a la injusticia y al sometimiento de los tiranos. No nos durmamos. Estar dormidos es vivir en la inconciencia, en el derrotismo y en la mediocridad. Jesús nos invita a despertar.

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En el esfuerzo por construir una nueva sociedad el futuro puede ser incierto, podemos estar cansados y sentirnos desanimados ante tantos errores y fracasos. Todo esto no es el final. Son solo dolores de parto de una nueva sociedad que está por nacer. No hay que desanimarse. El Señor que está por venir nos asegura el triunfo de la libertad y la justicia. Cuando todo se vuelve oscuro, la historia indescifrable y el futuro incierto, es cuando más despiertos debemos estar. No hay que apagar la luz de la conciencia, el espíritu solidario y la capacidad de soñar. Es cuando más lúcidos debemos ser, con realismo, humildad y esperanza.

En adviento celebramos algo muy sencillo, pero al mismo tiempo grandioso, algo que debe animarnos cada día: “el Señor está cerca” (Fil 4,5). La cercanía del Señor nos invita a levantar la cabeza, mirando hacia adelante sin quedarnos en lo que ya pasó. No vivamos de recuerdos o nostalgias. No nos quedemos añorando un pasado tal vez más dichoso, más seguro o menos problemático. Quien pone su esperanza en el Señor es realista, asume los problemas y las dificultades, pero de manera creativa, dando pasos, buscando soluciones y contagiando confianza, convencido de que lo mejor está todavía por llegar.

El tiempo de adviento es un tiempo propicio para comprender que los acontecimientos de cada día, por difíciles e incomprensibles que nos parezcan, son siempre gestos de amor que Dios nos dirige, signos de su atención por cada uno de nosotros. En toda dificultad hay una nueva oportunidad, en cada obstáculo una lección, en cada tropiezo un nuevo camino para recorrer. Iniciemos el tiempo del adviento velando, sin distraernos ni dormirnos. Todo es signo del Dios-con-nosotros. Todo es una caricia del Dios que nos ama y que está siempre viniendo a nosotros.